miércoles, 8 de mayo de 2013

Rupa Tanta, el mundo andino en Essen / Walter Lingán

Rupa Tanta es la fabulosa historia de Pureq Kañiwa, un anciano proveniente de los Andes peruanos, ambientada en un parque alemán, el Jardín Municipal de Essen, con claras referencias a R. Louis Stevenson o Jack London. En contraposición a muchos autores peruanos que se empeñan en describir sus mundos a la luz de la tradición occidental, Melacio Castro, chepenano afincado hace ya algunas décadas en Essen (Alemania), ha reconstruido los mundos de la cosmogonía andina en una región minera de alta tradición proletaria y occidental, el Ruhrgebiet.

A lo largo de la novela Pureq Kañiwa narra el trayecto que realiza, apoyado por la secreta “Luz del amor”, desde su natal Rupa Tanta hasta el Jardín Municipal de Essen, para fundar la Nueva Rupa Tanta, donde se conjuguen el Mundo de arriba, el Mundo de abajo y el Mundo de aquí, y así conseguir los favores de su gran amor, la Luna, la señora de la luz. Se trata de un viaje a través de siete puertas, que nos remite a la película Sieben protagonizada por Brad Pitt y Morgan Freeman, cuya trama revive la guía de los pecados que Dante Alighieri hiciera en su famosa obra La divina comedia. Cada una de las puertas está llena de peligrosas aventuras y encantos que nos transportan por sueños y pesadillas inolvidables.

Desde los años marcados por la violencia política pasando por la tradición de los cuentos de los hermanos Grimm y las famosas fábulas de Esopo o de Samaniego. Las andanzas del héroe, siempre cargando un ejemplar resumido de El Capital de Carlos Marx, por la ciudad de Essen escuchando y atestiguando las dificultades de los exiliados, de los migrantes, los negocios de la iglesia, las confesiones de ciertos asesinos, los inválidos. También asistimos a un gran diluvio que decantó la nueva vida respetando la diversidad cultural y ambiental, nos invita a compartir la vida cotidiana de una familia alemana. La presencia de Anaconda y el Sapo, canta-autor y guitarrero, de “bondadosos” militares nos recuerda la terca lucha de la humanidad por lograr el paraíso en la tierra.

Es una novela escrita con un lenguaje sencillo, a veces irreverente y procaz, dando cuenta de una atmósfera onírica, ensayando guiños intertextuales, nos trasmite una visión lapidaria, inclemente, de la poderosa Alemania reunificada, gendarme de la Unión Europea, donde las heridas de la guerra aún no han cicatrizado, junto a las miserias materiales y morales de la realidad peruana desfilan también los rostros de la esperanza y de la sabiduría ancestral del pueblo peruano. En resumen: una parábola política sobre el amor y la justicia. Melacio Castro, con esta su primera novela, al decir de Mario Suárez, “demuestra así mismo que el compromiso del escritor no depende del género o la tendencia, sino de sus convicciones”.

Descubramos y celebremos a este autor disfrutando de la lectura de Rupa Tanta.

Acerca del autor

Melacio Castro es poeta peruano residente en Essen. Estudió ciencias sociales e historia en Trujillo (Perú) y Essen (Alemania). Su obra poética y narrativa está signada por el amor, la esperanza, la justicia y los sueños de un mundo mejor. Ha publicado el poemario Agonía súbita (1988). Las novelas Memorias de M. Julca (España. 2012) y Rupa Tanta (Perú. 2012).



Los sistemas totalitarios le dan mucha importancia a la palabra / Gabriela Cabezón Cámara



Vladimir Sorokin, uno de los más famosos y más críticos escritores rusos de hoy, habla del poder absoluto, la religión y la censura.

El poder como algo absoluto y terrorífico: ese es el tema que le interesa a Vladimir Sorokin, recién llegado a Buenos Aires para presentarse en la Feria del Libro. Es un ruso alto, canoso y con una piel tersa que me lleva a volver a revisar mis apuntes: cuesta creer que haya nacido en 1955. Pero es así nomás, nació hace casi sesenta años en la entonces Unión Soviética, hoy la Rusia de Putin, y es por eso que le interesa el poder; lo ha padecido, como dirá varias veces durante la entrevista.

Acá se consiguen dos de sus novelas, traducidas por Alfaguara: El hielo, la historia de una secta totalitaria, y El día del oprichnick, esta última una distopía que relata la vida de un integrante de los oprichnicks, una especie de patota de elite y todopoderosa. Oprichnicks se llamaban los guardias personales del fundador de Rusia, el zar Iván el Terrible, y eran unos carniceros al servicio de la tiranía y eso mismo son los oprichnicks de Sorokin, sólo que con tecnología del Siglo XXI. Por lo demás, son tan religiosos y bestiales como sus antecesores

Leyéndolo, uno se siente transportado a una pesadilla: un aparato gubernamental de ideología y métodos medievales con tecnología de punta. El lo cuenta así: “Durante la época de Stalin no había ni disidentes ni oposición, porque había un miedo total y gobernaba una máquina del terror. Justamente quise describir la posibilidad de que, en el siglo XXI, en el siglo de altas tecnologías, volviéramos a ese terror. Ahora sería un regreso al medioevo, el comunismo ya es impensable. Yo quería, en mi literatura, construir ese modelo; ese era mi objetivo porque en la Rusia post soviética aun hay mucha gente que tiene la cabeza construida según ese modelo de obediencia y terror.” Cuando se le pregunta por la profunda religiosidad de sus oprichnicks, dice que no es la religion lo que él critica, que él mismo es cristiano y que lo que lo aterra “es a la Iglesia al servicio de fines estatales”.

Los primeros libros de Sorokin no se publicaron en su país porque no pasaron la censura comunista. Y en 1999 la ¿democracia? rusa le haría sentir miedo otra vez: un grupo de jóvenes ligados al partido de Putin, y muy cercanos al mismo líder, los “nashi” (“Nosotros”), quemó ejemplares de sus libros frente al Teatro Bolshoi. Casi todo lo que dice está impregnado de política. Por ejemplo, define su infancia como “soviéticamente satisfactoria”.

-¿Qué significa eso?
-Mi papá era profesor, mi familia no tenía problemas económicos.

-Pero eso es bueno en cualquier sistema.
-Sí, pero no hay que olvidar que yo crecí en un país totalitario, en donde todo estaba impregnado en violencia y lucha. Y esa violencia sobre la persona, sobre el individuo, siempre la estuve sintiendo: era el aire que respirábamos.

-¿Hay algo que extrañe del mundo soviético?
-No, nada. Desde muy chico sentí que era un mundo antihumano, que siempre el que sufría era el hombre dentro de esa sociedad.

-¿Y ahora se vive mejor en su país?
-Por lo menos las fronteras están abiertas y uno puede salir y entrar al país. Y un escritor puede escribir para el público y no tiene que esconder sus textos en un cajón. Pero hay un resurgimiento de tendencias peligrosas; cada vez que me lo preguntan en Occidente digo que por ahora, en Rusia, no hay censura. Por ahora no.

-Sin embargo usted sufrió agresiones como la quema de sus libros.
-Sí, no hay censura por ahora, insisto, pero uno siente que va volviendo lentamente.

-Acá resulta impensable que se agreda a un escritor por sus libros. No solo porque no hay censura; sobre todo porque la literatura tiene muy poca incidencia social. ¿Los rusos son muy lectores?, ¿cómo es que un escritor pasa a ser del interés del gobierno?
-Sí, leen mucho. Pero, como siempre, la literatura es el espejo del país, eso es propio del logocentrismo: es muy importante la palabra en Rusia. Todos los regímenes totalitarios, también la monarquía, estaban sostenidos en alguna ideología. Se le daba mucha importancia a la palabra.

-¿Será por eso que tuvieron escritores tan grandes como Gogol, Dostoievsky, Tólstoi?
-No sé, pero de Gogol y Tólstoi aprendo todos los días.

http://www.revistaenie.clarin.com/feria-del-libro/sistemas-totalitarios-mucha-importancia-palabra_0_912509054.html

viernes, 3 de mayo de 2013

Crítica y Senectud / Ignacio Echevarría

Lo que sigue está escrito sin ánimo alguno de provocación, créanme, menos aún de molestar a nadie. Pretendo solamente poner sobre la mesa una cuestión que no me parece irrelevante, a saber: la que plantea el hecho de que la crítica literaria que se practica en España, más en concreto la crítica que se hace en los suplementos culturales de difusión nacional -que, guste o no, sigue siendo la más representativa-, esté en buena parte en manos de críticos ya bastante entrados en edad, casi ninguno por debajo de los sesenta años, algunos muy por encima. Me refiero a los críticos más señeros, aquellos a cuyas manos suelen ir a parar las novedades de mayor relieve, a quienes se concede más espacio para sus comentarios, y que gozan en consecuencia de una mayor visibilidad e influencia. Muy en particular, me refiero a los críticos que comentan con regularidad las novedades de narrativa española, el campo de actuación en el que, por razones obvias, un crítico acapara mayor responsabilidad y obtiene mayor lucimiento.

Podría conectar este hecho -el de la edad ya muy avanzada de los críticos- con el dato de que entre ellos no se cuenten apenas mujeres. No sería una conexión arbitraria, ni tampoco inoportuna. Pero, de momento, vamos a dejar de lado este asunto demasiado chispeante, que merece otro tipo de reflexión, seguramente más grave. La que invito a hacer aquí es la que se pregunta sobre la capacidad de un crítico para mantener tensa su receptividad y su aptitud de acercamiento y de comprensión para obras de autores mucho más jóvenes, que escriben en una lengua cada vez más distanciada de la suya, en un marco de referencias y conforme a unos códigos que le resultan a menudo extraños, cuando no se le escapan del todo.

Dicha capacidad no queda mermada solamente por la edad: también por la posición que el crítico va ocupando con el tiempo, en función de su notoriedad, y que le hace cada vez más difícil el acceso a autores, títulos, editoriales que no sean los que ponen delante suyo las inercias de las rutinas y los circuitos consolidados, de los prestigios ya acuñados, de sus propias inclinaciones.

Por supuesto que un crítico puede contrariar estas inercias, y puede también mantener muy viva y espoleada su atención hacia lo nuevo, incluso hacia lo radicalmente nuevo. Y aun si no fuera así, el crítico con autoridad ya cumple un servicio encarnando eso mismo: la autoridad frente a la que lo nuevo tiene que armarse y resistir, a la que tiene que persuadir o vencer.

Lo peor es cuando, lejos de ejercer esa autoridad, el crítico temeroso de haber perdido el paso de lo nuevo ejerce la condescendencia y consiente senilmente con todo. Preferible es que descargue su incomprensión y la ponga en evidencia, permitiendo ver cuánto en ella obedece a los prejuicios, a la hipertrofia del propio gusto, a la fosilización dentro de sí mismo del criterio de su época, y cuánto a la invalidez, a la insolvencia, a la falsedad o a la servil obediencia y previsibilidad de la obra que se somete a su juicio.

Como sea, no deja de ser preocupante -por sintomática- la falta ya no digo de relevo, sino de ampliación del espectro generacional de los críticos que colaboran en los principales suplementos culturales de la prensa española. En lo tocante a la narrativa y a la poesía españolas -pero no solamente-, el staff de la crítica de nuestro país sigue siendo hoy muy semejante al de hace veinte años. Ni siquiera parecen emerger suplentes bien perfilados para suplir las vacantes de críticos retirados o ya fallecidos, como mi querido y muy admirado Rafael Conte, en el que no dejaron de manifestarse algunas de las lacras del crítico ya resabiado, lacras que él mitigó con lucidez y osadía, y con su proverbial buen talante.

No pocos de sus antaño colegas siguen en su lugar: Ricardo Senabre, Juan Antonio Masoliver Ródenas, Joaquín Marco. Más jóvenes, Santos Sanz Villanueva, José-Carlos Mainer, J.M. Pozuelo-Yvancos, Ángel Basanta. La cancha que en este mismo suplemento se da a voces como las de Care Santos o Ernesto Calabuig (los dos narradores, por cierto) no deja de ser comparativamente insuficiente, aun con testimoniar una saludable voluntad de poner remedio a la situación. ¿Cuál?

La de una crítica cada vez más susceptible de ser tachada de gerontocrática, escasísimamente contrastada y renovada.


 http://www.elcultural.es/version_papel/OPINION/32700/Critica_y_Senectud

La literatura, los escritores y los gilipollas / Ezequiel Martínez

 Javier Pérez Reverte, el escritor español más leído del mundo, con más de tres millones de ejemplares vendidos, recibió a Ñ en Madrid y no se calló nada: habló de las internas culturales, de sus reservas con Borges y de su admiración por Osvaldo Soriano, de los represores que conoció en la Guerra de Malvinas y de sus afilados duelos con la palabra.

 Al hombre le gusta batirse. Y vaya si recibió estocadas. Desde que decidió colgar los hábitos de corresponsal de guerra para dedicarse sólo a la narrativa, una tajada de especialistas en la materia no entendió, o no quiso entender, que él apenas quería escribir. No entraba en sus cabezas que para colmo sus historias fueran devoradas por cientos de miles de lectores. Suponían que aquellos títulos avasallantes no eran más que el envoltorio de una literatura de supermercado, otra de esas factorías de best-séllers que tantas veces habían hostigado para defender la honra de las letras mayúsculas. Al hombre no le importaron las críticas: lo popular no quita lo valiente y siguió adelante con sus historias de aventuras, intrigas y misterios. Hoy ese hombre es el escritor español más vendido en el mundo, ha sido nombrado miembro de la Real Academia Española y logró el respeto y el reconocimiento de sus pares.

“Es una batalla que he ganado”, dirá más tarde Arturo Pérez-Reverte, ya relajado y sin soberbia, en un hotel de Madrid. Es jueves, día de reunión de académicos de la Lengua, y el hombre se presenta a la entrevista con Ñ acicalado y filoso. O sea: con la guardia en alto. Tiene fama de irritable e impaciente, no le gusta perder un tiempo que no le sobra y es un secreto a voces que ha tirado a más de un periodista por la borda. Porque además el hombre es marino, capitán de yate, para quienes entiendan del asunto.

Una biografía informal apuntará este dato y se aderezará con otros: que su España le produce más urticarias que consuelos; que de pequeño lo alimentaron con Dumas y Homero; que demasiadas veces vio matar y morir; que el fútbol le aburre y que le divierten las películas de Luis Sandrini; que tiene una agenda cargada de nombres de narcotraficantes, terroristas, farándulas y afines, retazos de su vida de reportero; que cuando se apasiona la palabra “gilipollas” se le resbala frase de por medio; que en la columna que mantiene desde hace años en El Semanal –una revista dominical que se distribuye junto a decenas de diarios españoles– es capaz de defender la eutanasia o de dedicarle varios párrafos a los percheros de la Academia, de extrañar a su peluquero o despotricar contra la televisión, pero sobre todo, de batirse en un duelo de letras con estocadas que llevan nombre y apellido. “En esta vida hay que pelear, aunque después ganen los malos”, justificará más adelante.

La otra, la biografía formal, señalará que escribió algunas de las novelas más exitosas de los últimos tiempos, varias de ellas llevadas al cine con mayor o menor disgusto de su autor. También dirá que nació en Cartagena hace 52 años, al borde del Mediterráneo, que recibió premios varios y se publicaron numerosos ensayos sobre su obra. Que uno de los libros que reúne sus columnas semanales se titula Con ánimo de ofender, por si a alguien le quedan dudas acerca de su estilo frontal. Que su saga del capitán Alatriste es materia de estudio en los colegios y que con estas aventuras ambientadas y narradas con el lenguaje del siglo XVII, obtuvo una fama impensada que se reproduce hasta en estampillas oficiales. Sin embargo, buscar el nombre de Pérez-Reverte en encuentros, mesas redondas o jurados literarios será como encontrar una aguja en un pajar porque, asegura el hombre, ese reino no es de su mundo.
 

Lea el artículo completo: http://www.revistaenie.clarin.com/literatura/Perez-Reverte-literatura-escritores-gilipollas_0_908909117.html