La literatura, los escritores y los gilipollas / Ezequiel Martínez
Javier Pérez Reverte, el escritor español más leído del mundo, con más de tres millones de
ejemplares vendidos, recibió a Ñ en Madrid y no se calló nada: habló de
las internas culturales, de sus reservas con Borges y de su admiración
por Osvaldo Soriano, de los represores que conoció en la Guerra de
Malvinas y de sus afilados duelos con la palabra.
Al hombre le gusta batirse. Y vaya si recibió estocadas. Desde que
decidió colgar los hábitos de corresponsal de guerra para dedicarse sólo
a la narrativa, una tajada de especialistas en la materia no entendió, o
no quiso entender, que él apenas quería escribir. No entraba en sus
cabezas que para colmo sus historias fueran devoradas por cientos de
miles de lectores. Suponían que aquellos títulos avasallantes no eran
más que el envoltorio de una literatura de supermercado, otra de esas
factorías de best-séllers que tantas veces habían hostigado para
defender la honra de las letras mayúsculas. Al hombre no le importaron
las críticas: lo popular no quita lo valiente y siguió adelante con sus
historias de aventuras, intrigas y misterios. Hoy ese hombre es el
escritor español más vendido en el mundo, ha sido nombrado miembro de la
Real Academia Española y logró el respeto y el reconocimiento de sus
pares.
“Es una batalla que he ganado”, dirá más tarde Arturo
Pérez-Reverte, ya relajado y sin soberbia, en un hotel de Madrid. Es
jueves, día de reunión de académicos de la Lengua, y el hombre se
presenta a la entrevista con Ñ acicalado y filoso. O sea: con la guardia
en alto. Tiene fama de irritable e impaciente, no le gusta perder un
tiempo que no le sobra y es un secreto a voces que ha tirado a más de un
periodista por la borda. Porque además el hombre es marino, capitán de
yate, para quienes entiendan del asunto.
Una biografía informal
apuntará este dato y se aderezará con otros: que su España le produce
más urticarias que consuelos; que de pequeño lo alimentaron con Dumas y
Homero; que demasiadas veces vio matar y morir; que el fútbol le aburre y
que le divierten las películas de Luis Sandrini; que tiene una agenda
cargada de nombres de narcotraficantes, terroristas, farándulas y
afines, retazos de su vida de reportero; que cuando se apasiona la
palabra “gilipollas” se le resbala frase de por medio; que en la columna
que mantiene desde hace años en El Semanal –una revista dominical que
se distribuye junto a decenas de diarios españoles– es capaz de defender
la eutanasia o de dedicarle varios párrafos a los percheros de la
Academia, de extrañar a su peluquero o despotricar contra la televisión,
pero sobre todo, de batirse en un duelo de letras con estocadas que
llevan nombre y apellido. “En esta vida hay que pelear, aunque después
ganen los malos”, justificará más adelante.
La otra, la biografía
formal, señalará que escribió algunas de las novelas más exitosas de
los últimos tiempos, varias de ellas llevadas al cine con mayor o menor
disgusto de su autor. También dirá que nació en Cartagena hace 52 años,
al borde del Mediterráneo, que recibió premios varios y se publicaron
numerosos ensayos sobre su obra. Que uno de los libros que reúne sus
columnas semanales se titula Con ánimo de ofender, por si a alguien le
quedan dudas acerca de su estilo frontal. Que su saga del capitán
Alatriste es materia de estudio en los colegios y que con estas
aventuras ambientadas y narradas con el lenguaje del siglo XVII, obtuvo
una fama impensada que se reproduce hasta en estampillas oficiales. Sin
embargo, buscar el nombre de Pérez-Reverte en encuentros, mesas redondas
o jurados literarios será como encontrar una aguja en un pajar porque,
asegura el hombre, ese reino no es de su mundo.
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